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Reestetizar la existencia: el arte como resistencia en la era de la inteligencia artificial

  • Foto del escritor: Jorge Alberto Hidalgo Toledo
    Jorge Alberto Hidalgo Toledo
  • 10 oct
  • 4 Min. de lectura
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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


El silencio de la forma

Hay épocas en que el mundo deja de mirar. No porque carezca de ojos, sino porque los ha llenado de pantallas. Lo visible se ha vuelto saturación, no revelación. Vivimos en una era que ve demasiado, pero contempla poco. Una era que produce imágenes sin cuerpo, formas sin alma, resultados sin proceso.


Lo que se ha perdido no es el arte, sino su respiración. Como diría Merleau-Ponty, la percepción no es un acto racional sino corporal; es el modo en que el mundo se nos entrega a través de la carne. La estética no es un lujo —ni un entretenimiento burgués—, sino una forma de conocimiento encarnado: la posibilidad de percibir lo invisible y de intuir el sentido en lo mínimo, en el error, en la imperfección que revela la verdad del gesto.


El arte como forma de conocimiento sensible

El arte no enseña a consumir imágenes, sino a ver. A mirar la textura del mundo, a reconocer la grieta por donde se filtra el sentido. Gadamer lo decía con precisión: la experiencia estética no es evasión, sino diálogo; una verdad que acontece entre la obra y el espectador. El arte no ofrece certezas: ofrece un lugar donde detenerse ante la incertidumbre.

Ese detenerse —ese demorarse en lo bello o en lo terrible— es lo que la sociedad productivista ha expulsado. Nuestra cultura exalta el resultado, no la búsqueda; la eficiencia, no la contemplación. Pero la sabiduría nace de la demora: la luz se hace despacio. Y el arte, con su aparente inutilidad, es el único territorio donde la demora aún es posible.


La estética como resistencia ante la cultura del resultado

La inteligencia artificial, con su precisión deslumbrante, ha perfeccionado la lógica del rendimiento. Genera sin cuerpo, produce sin error, crea sin fragilidad. Pero la belleza —como la sabiduría— habita en la vulnerabilidad. Lo que hace humano al arte no es su perfección, sino su temblor. El trazo que duda, la pincelada que se desvía, el acorde que se quiebra: ahí reside la dignidad de lo humano.


En un mundo obsesionado con la exactitud, el error se ha vuelto subversivo. Reaprender a fallar con sentido es, hoy, una forma de resistencia ética y estética. Porque el proceso, no el resultado, es donde el alma se expresa.


Desalfabetización estética y colonización algorítmica

La pérdida de la mirada estética no es un accidente. Es consecuencia de una lenta desalfabetización sensorial. Las pantallas nos han acostumbrado a la saturación, pero no a la contemplación. El algoritmo, como nuevo curador del deseo, nos dice qué mirar y cuándo sentir. Hemos delegado la sensibilidad a sistemas que optimizan la atención, pero anestesian la emoción.


Así, lo que antes era experiencia —el asombro, la ternura, el duelo— se ha convertido en contenido. La pedagogía estética debe comenzar por lo básico: enseñar a mirar un trazo, a escuchar el silencio, a percibir la luz que cambia. Recuperar el gesto, el ritmo, la lentitud. Educar la mirada para habitar lo imperfecto.


El arte como mediación entre lo humano y lo técnico

La inteligencia artificial puede producir imágenes bellas, pero no belleza. Puede emular estilos, pero no encarnar el sentido del proceso. El artista sabe que el barro se resiste, que la pintura se espesa, que el cuerpo tiembla. Esa vulnerabilidad es su fuerza: el reconocimiento del límite.

La máquina, en cambio, no conoce el error.


Y sin error no hay redención, ni poesía, ni conciencia. Por eso el desafío de nuestro tiempo no es oponerse a la tecnología, sino humanizarla a través de la estética. Incluirla en el proceso creador, no sustituirlo.

La inteligencia artificial puede ayudar a crear, pero sólo el humano puede dar sentido a lo creado.


Reestetizar la vida: hacia una pedagogía del asombro

Reestetizar la existencia es reconciliar el arte con la vida. No formar artistas, sino formar miradas. Enseñar que la belleza no se reduce al objeto, sino a la forma de habitar el mundo. Cada acción humana puede tener una dimensión estética si se realiza con conciencia, atención y cuidado.


El arte no nos salva del mundo, pero nos salva dentro del mundo. Nos devuelve la capacidad de sentir, de pensar con el cuerpo, de resistir la banalidad de lo eficiente. En un ecosistema dominado por la inmediatez, el arte nos recuerda el valor del intervalo, del silencio, de lo inacabado.


El maestro como IA Wizard: mediador entre mundos

En esta nueva era de inteligencias entrelazadas, el arte necesita magos: maestros capaces de mediar entre lo humano y lo técnico. El IA Wizard no es un ingeniero ni un sacerdote digital, sino un mentor que enseña a pensar con la tecnología sin dejar de sentir con el alma.


Como el chamán que interpretaba los signos del fuego o el alquimista que buscaba la transmutación de la materia, el IA Wizard enseña a convertir el dato en sentido, el algoritmo en empatía, la técnica en gesto humano. Es un pedagogo del asombro, un formador de sabios.


Su función no es programar máquinas, sino formar conciencias: cultivar en los estudiantes la capacidad de discernir lo bello, de dotar de alma a la técnica, de volver a mirar el mundo con gratitud y temblor.


El verdadero IA Wizard es aquel que sabe que la tecnología no reemplaza la mirada, sino que la amplifica; que el código no sustituye al arte, sino que puede volverse su nuevo lienzo. El maestro del futuro será ese mediador que enseña a los jóvenes no sólo a usar herramientas, sino a crear mundos posibles con ellas. El mago que transforma la frialdad del algoritmo en calor humano.


El arte no es un adorno, sino una forma de respiración del alma. Y en tiempos de inteligencia artificial, reestetizar la vida es el acto más radical de sabiduría. Porque sólo quien es capaz de ver la belleza en el error, sabrá encontrar humanidad en la máquina.

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