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¿Y si la pantalla no fuera solo un reflejo? Sobre una existencia digital digna

  • Foto del escritor: Jorge Alberto Hidalgo Toledo
    Jorge Alberto Hidalgo Toledo
  • 22 sept
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 30 oct

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Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo

Human & Nonhuman Communication Lab,

Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


¿Qué significa ser en un entorno hiperconectado?

La vida digital no es una extensión neutra del cuerpo humano, ni una herramienta instrumental sin consecuencias. Es, cada vez más, el nuevo tejido en el que habitamos, nos pensamos y nos narramos. Ser, en este contexto, implica aprender a existir cuando los signos no se despliegan en la lentitud del gesto humano, sino en la velocidad del bit y la ubicuidad del algoritmo. Es preguntarse no sólo cómo nos conectamos, sino quiénes somos cuando lo hacemos.


La existencia digital digna, entonces, parte de la conciencia de que lo digital no es intangible. Tiene materia, huella, historia y estructura. Es infraestructura que modela formas de vida. Ser en lo digital exige hacernos cargo de las condiciones de ese entorno: quién lo diseña, quién lo regula, quién lo explota y a quién beneficia. Y, sobre todo, quién queda fuera.


¿Cómo integrar la tecnología como prolongación del ser y no como su sustituto?

Integrar es una forma de habitar. No se trata de rechazar lo técnico ni de sucumbir a la fascinación por lo automatizado, sino de situar la técnica en su justo lugar: como medio, no como fin. La historia de la humanidad es también la historia de sus herramientas, pero ninguna de ellas debería sustituir la experiencia de ser.


El ser humano no se reduce al cálculo, y su dignidad no cabe en una métrica de productividad. Frente a la tentación de que la IA piense por nosotros, debemos recordarnos que el pensamiento —el verdadero— no es sólo resolución de problemas, sino apertura al misterio, capacidad de contemplación, juicio moral, imaginación poética. Esa es la dignidad del pensamiento humano: el que no busca sólo respuestas, sino sentido.


¿Qué implica defender la centralidad de la persona frente a la cosificación algorítmica?

Implica rechazar toda forma de reducción. El algoritmo es, por definición, una simplificación del mundo. Es una representación estadística que busca patrones, repeticiones, correlaciones. Pero la persona humana no es un patrón. Tiene historia, fragilidad, deseo, memoria. Ser fieles a la centralidad de la persona es resistir a todo intento de traducirla exclusivamente a datos, perfiles o segmentos de mercado.


La cosificación comienza cuando dejamos de ver al otro como un tú y lo convertimos en un input. Hannah Arendt nos advirtió del peligro de transformar a los seres humanos en números. Hoy, esa advertencia resuena más urgente que nunca. La defensa de la persona en lo digital no es sólo una cuestión de derechos, sino una afirmación ontológica: somos más que datos. Somos narrativas, cuerpos, vínculos.


¿Cómo tomar decisiones responsables en lo digital?

Tomar decisiones en lo digital requiere reaprender la ética desde una nueva gramática. Una ética que no se contente con el “yo no fui”, sino que sepa identificar las consecuencias invisibles de cada click, de cada contenido compartido, de cada omisión.

Implica ser conscientes de que cada acción digital tiene resonancia: en el ecosistema informativo, en la economía de la atención, en la salud mental de alguien más. Responsabilidad es saber que el algoritmo aprende de nosotros, y que educarlo, entrenarlo, domesticarlo —o deformarlo— es una tarea cotidiana. Lo digital no exime del juicio moral. Lo exige con más urgencia.


¿Cómo desarrollar conciencia sobre el impacto de nuestras prácticas?

Aquí entra en juego la alfabetización algorítmica crítica y sustentable como forma de emancipación. No basta con saber usar herramientas: necesitamos formar criterio. Saber leer el código como se lee un texto: buscando intenciones, sesgos, contextos. Desarrollar la conciencia de que lo digital es política con otros medios. Que cada plataforma tiene una arquitectura que modela lo que vemos, pensamos y sentimos.


La conciencia digital es también conciencia del otro. Es reconocer que nuestra forma de estar en línea afecta al tejido de lo común. Que la violencia verbal, la trivialización del dolor o el consumo voraz de imágenes no son actos inocuos. Que cada una de nuestras prácticas contribuye a construir (o erosionar) la posibilidad de una comunidad.


¿Qué tipo de alfabetización digital algorítmica crítica, ética, íntegra y sostenible debemos formar?

Una alfabetización que no se reduzca a competencias técnicas, sino que articule cinco dimensiones:

  1. Antropológica: Para no olvidar la pregunta esencial: ¿qué tipo de humanidad estamos formando en este entorno?

  2. Ética: Para discernir entre lo posible, lo justo y lo necesario.

  3. Epistémica: Para distinguir verdad de viralidad. Información de ruido.

  4. Estética: Porque lo que vemos forma lo que somos. Y lo banal nos deforma.

  5. Sociopolítica: Para reclamar derechos, construir ciudadanía y resistir el extractivismo digital.


Esta alfabetización debe incluir el derecho a la lentitud, al silencio, a la desconexión. El derecho a no ser formateados por las lógicas del mercado ni por las exigencias de productividad constante. El derecho, también, a imaginar otras formas de relación tecnológica, más humanas, más justas, más bellas.


Para que el pixel no borre al prójimo

Una existencia digital digna no se decreta: se construye. Es el resultado de decisiones individuales, políticas públicas, diseños tecnológicos, acuerdos culturales. Es, sobre todo, un acto de resistencia: resistir a la deshumanización del vínculo, al culto de la eficiencia, al espejismo de la inmediatez.


Hoy, más que nunca, necesitamos una ética del cuidado digital. Una ética que nos recuerde que las pantallas no sustituyen la mirada, que el dato no reemplaza la experiencia, que el algoritmo no puede decidir por la conciencia.


Vivir dignamente en lo digital es recuperar la capacidad de pensar, de sentir, de habitar. Es custodiar el sentido en un entorno que a menudo lo trivializa. Es decir, con voz firme y mirada abierta: aquí estoy. Y no soy reducible.

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