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Reconexión sensorial: alfabetizar el alma en tiempos de hiperconectividad

  • Foto del escritor: Jorge Alberto Hidalgo Toledo
    Jorge Alberto Hidalgo Toledo
  • 5 may
  • 4 Min. de lectura

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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo

Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Vivimos inmersos en una paradoja estructural que atraviesa todos los niveles de la experiencia humana contemporánea: nunca antes habíamos estado tan conectados tecnológicamente y, sin embargo, tan desconectados sensorial, emocional y espiritualmente. Este desajuste no es meramente anecdótico ni trivial; constituye uno de los síntomas más claros de una transformación civilizatoria que exige ser comprendida y confrontada desde una mirada crítica, transdisciplinaria y ética.

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La comunicación digital, con todo su potencial de innovación y apertura, ha configurado una nueva ecología de la percepción, reconfigurando los modos en que nos relacionamos con el mundo, con los otros y con nosotros mismos. Lo ha hecho a través de una lógica de aceleración, fragmentación e inmediatez que, si bien posibilita el acceso continuo a información y estimulación, también erosiona paulatinamente nuestra capacidad de habitar el presente con plenitud, de sentir con profundidad y de resonar con lo esencial.


En este nuevo escenario, urge preguntarnos: ¿qué hemos perdido en el proceso de digitalización de la vida? ¿Qué vínculos, lenguajes y sensibilidades han sido desplazados, silenciados o desprogramados por la promesa de eficiencia, rapidez y productividad que rige la era de los algoritmos?


Desde una perspectiva neurocientífica, sabemos que la experiencia sensorial es una vía fundamental para la construcción de sentido. Los colores, los tonos, las texturas, los ritmos… todos ellos operan como detonadores de memoria, emoción y conciencia. Nuestro sistema nervioso responde no solo a lo que percibe, sino también a cómo lo percibe, integrando estímulos externos con experiencias previas para generar respuestas complejas, muchas veces inconscientes pero profundamente humanas.


Así, cuando escuchamos una melodía que nos conmueve o contemplamos una imagen que nos interpela, no estamos simplemente procesando datos: estamos comunicándonos con el mundo en un lenguaje ancestral y visceral que atraviesa la razón y la semiótica convencional. Estamos, en el fondo, recordando lo que significa estar vivos.


Sin embargo, este lenguaje está siendo desplazado por otro: el lenguaje de la hiperbrevedad, de la respuesta inmediata, del mensaje automatizado. Un lenguaje que privilegia la eficiencia por encima de la empatía, la velocidad por encima del cuidado, la visibilidad por encima de la intimidad. Un lenguaje que, al volverse dominante, debilita nuestra capacidad de resonar con los ritmos profundos de la vida y nos expone a una forma de desvinculación ontológica.


Porque no es solo que estemos dejando de hablar con otros; es que estamos dejando de hablarnos a nosotros mismos en el idioma del asombro, de la contemplación, de la lentitud. Estamos, en cierto sentido, perdiendo el alma del lenguaje, y con ello, el lenguaje del alma.

La desconexión que sentimos como individuos, como comunidades y como especie no es entonces casual, sino estructural. Se manifiesta como ansiedad difusa, como fatiga crónica, como soledad no reconocida. Se expresa en la dificultad para establecer vínculos significativos, en el empobrecimiento de la vida interior y en la creciente dificultad para encontrar sentido en medio del ruido.


Esta fractura, sin embargo, no es irreversible. Al contrario: puede convertirse en punto de partida para una transformación profunda. Pero para ello, es necesario reaprender a conectar. Y conectar —verdaderamente conectar— no es simplemente intercambiar datos, sino restablecer puentes sensoriales, simbólicos y espirituales con la vida, con el otro y con lo trascendente.


Aquí es donde emerge la necesidad urgente de una realfabetización emocional y sensorial. No se trata de un lujo ni de una moda, sino de una condición de posibilidad para la salud integral, el bienestar colectivo y la construcción de una ciudadanía digital verdaderamente ética y corresponsable.


Esta realfabetización implica reconfigurar nuestros espacios de formación, nuestras prácticas culturales y nuestras tecnologías de relación para volver a poner en el centro la dimensión afectiva de la existencia. Implica reconocer que el conocimiento no es solo información, sino también experiencia encarnada; que la inteligencia no es solo lógica, sino también emocional; y que la comunicación no es solo transmisión, sino también comunión.


Para ello, necesitamos desarrollar nuevas pedagogías del sentir. Espacios de encuentro donde la contemplación no sea percibida como pérdida de tiempo, sino como ejercicio radical de humanidad. Prácticas de escucha que nos permitan reencontrarnos con los latidos del otro, con las heridas del mundo, con las preguntas que aún no tienen respuesta. Y rituales contemporáneos que nos ayuden a recuperar la sacralidad del instante, la belleza de lo simple, la ética del cuidado y la esperanza.


Porque, al final, reconectar es resistir. Es negarse a aceptar que el vínculo humano puede ser reducido a una estadística o a un clic. Es afirmar, con radicalidad y ternura, que seguimos siendo cuerpos que sienten, voces que necesitan ser escuchadas, miradas que buscan significado. Es recordar que lo esencial no siempre está en línea, pero sí está en sintonía.


La propuesta, entonces, no es una renuncia a la tecnología, sino una rehumanización de su uso. Una apuesta por una cultura digital que no solo nos conecte, sino que nos reconcilie: con nuestras raíces, con nuestra comunidad, con el planeta, con el cosmos. Una cultura que nos devuelva la capacidad de resonar, de vibrar, de estar.


En este gesto se juega el futuro de nuestra humanidad. Y es ahí donde debemos situar nuestra palabra, nuestra práctica y nuestra esperanza.

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