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La promesa del bienestar digital: entre el clic que conecta y el clic que fragmenta

  • Foto del escritor: Jorge Alberto Hidalgo Toledo
    Jorge Alberto Hidalgo Toledo
  • 12 ago
  • 3 Min. de lectura
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Hubo un tiempo en que la humanidad soñaba con que cada revolución técnica mejoraría la condición humana. Hoy, sin embargo, el clic que nos prometía conexión parece escindido: es también el mismo clic que agota, que satura, que fractura el sosiego de nuestras mentes y cuerpos. Vivimos, sin duda, bajo el imperio de una paradoja: buscar bienestar en el mismo espacio donde lo hemos perdido.


En un reciente encuentro convocado por ING y Ethic, distintas voces se reunieron para pensar lo impensado: que el entorno digital, esa extensión artificial de nuestras vidas, no es neutro ni inocente. Que lo que se anuncia como progreso puede también erosionar el tejido íntimo de la atención, la autoestima y el sueño. Y que, quizá, el verdadero acto revolucionario sea educar para desconectarse.


Pantallas que cuidan, pantallas que dominan

Una cifra resuena con el estrépito del sentido común que se desmorona: casi el 60% de los jóvenes reconoce pasar “demasiado tiempo” frente a sus pantallas. No se trata ya de alarmismo generacional ni tecnofobia ilustrada. Es una evidencia confesada, una alerta interna. Pero lo más significativo no es el número, sino lo que revela: los jóvenes ya saben. No es falta de conciencia, es falta de agencia. En palabras de Álex Gómez, investigador de Fad Juventud, “ni los adultos sabemos delimitar ese uso”.

¿Dónde empieza entonces el bienestar digital? María Álvarez Lobo, de ING, lo planteó sin evasivas: en herramientas que ayuden a mejorar nuestra relación con la tecnología, no en su prohibición. La distinción entre “uso” y “abuso”, sin embargo, sigue siendo difusa, sobre todo en un ecosistema donde las plataformas están diseñadas para estimular la permanencia, no el descanso.


Es aquí donde emerge una línea de fractura que necesita ser enunciada: el problema no es solo de consumo, es de diseño. La infraestructura misma del entorno digital está codificada para amplificar la adicción. Como señala Leandro Núñez, de ENATIC, “se aplican inteligencias artificiales que lo que intentan es que permanezcas más tiempo en la aplicación”. Entonces, ¿no deberíamos legislar no solo el acceso, sino el diseño mismo de la atención?


Educación o vigilancia: el dilema moral del acompañamiento

Uno de los momentos más lúcidos del encuentro surgió cuando se abordó la pregunta esencial: ¿qué debe hacerse frente al uso excesivo de tecnología en los jóvenes? La respuesta de Gómez fue clara: educar, no vigilar. Porque el control, aún bienintencionado, puede convertirse en una forma de violencia simbólica, de silenciamiento del sujeto. Educar, en cambio, implica reconocer al otro como interlocutor válido, capaz de decidir, de reconstruir hábitos, de redefinir vínculos.


Aquí la ética se vuelve acción política: educar en tiempos de hiperconexión es crear espacios de sentido donde el algoritmo no impone, sino acompaña. Y eso exige tiempo, paciencia y sobre todo, coherencia. Como diría la filósofa Marina Garcés, “la libertad no consiste en tener mil opciones, sino en poder construir sentido entre ellas”.


Humanizar el diseño: hacia una ecología de la atención

La gran ausente de muchas discusiones sobre lo digital es la atención. No como un recurso económico —como lo han entendido las plataformas— sino como un acto profundamente humano, un gesto de cuidado. En este sentido, hablar de bienestar digital no es hablar de tiempo, sino de calidad de presencia. No basta con reducir horas frente a la pantalla si las que permanecen siguen vaciadas de contenido afectivo y de sentido.


Por ello, urge un rediseño cultural del ecosistema digital: no solo legislar la desconexión laboral, sino imaginar formas de conexión que nos devuelvan algo más que datos. Necesitamos diseños responsables, como apuntó Paula Valle del Pino, donde el objetivo no sea la retención infinita, sino la interacción significativa. Como propuso ING en su campaña El Clic hacia el Bienestar Digital, quizá la revolución consista no en renunciar al clic, sino en reinventarlo.


No es la pantalla la que produce el malestar, sino el vacío que deja cuando reemplaza al rostro del otro. No es la red la que enferma, sino el desarraigo que fomenta cuando sustituye la comunidad por el algoritmo. Y no será una ley ni un reglamento lo que nos devuelva la serenidad, sino la capacidad de reaprender a mirar, a tocar, a escuchar sin mediaciones constantes.


En última instancia, el reto del bienestar digital no es técnico, es ontológico: ¿qué tipo de humanidad queremos ser cuando todas las versiones de nosotros están solo a un clic de distancia?

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