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El Paleolítico digital: cuando los muertos no saben irse

  • Foto del escritor: Jorge Alberto Hidalgo Toledo
    Jorge Alberto Hidalgo Toledo
  • 11 ago
  • 3 Min. de lectura
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Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México


Un hombre cena con su padre… que murió hace diez años.

Una mujer recibe cada mañana un mensaje de su esposo… que ya no existe.


En un concierto, un cantante fallecido agradece los aplausos.

No es brujería, no es milagro: es código.


En este nuevo Paleolítico digital, hemos aprendido a tallar avatares en las paredes invisibles de la nube. Y, como los antiguos chamanes, creemos que podemos llamar a los muertos. La diferencia es que ahora ellos contestan… y tal vez no sepan irse nunca.


Desde que el primer chamán paleolítico pintó un bisonte en la penumbra de una cueva, la humanidad ha intentado fijar en la materia aquello que teme perder: la presencia. En la cueva de Chauvet o en el abrigo de Altamira, la mano sobre la roca era más que pigmento: era una declaración contra el olvido. Hoy, la mano no deja huella en piedra, sino en la nube. No es polvo de ocre, sino líneas de código. Y el chamán ha sido sustituido por un ingeniero de datos.


El deathbot, ese avatar que conversa desde la muerte, no es sino el último capítulo de una misma historia: la obstinación humana por hacer hablar a quien ya no puede. La diferencia es que ahora el ritual no invoca espíritus ni depende de lo invisible; se alimenta de correos electrónicos, fotografías y grabaciones para producir un espejismo interactivo que, por momentos, engaña incluso al duelo.


De la piedra al píxel: continuidad y fractura

En todas las culturas, la muerte se rodeó de artefactos para sostener el vínculo: tumbas, reliquias, altares. Pierre Nora los llamó lugares de memoria. En ellos, lo material era garante de lo intangible. El deathbot, en cambio, es un lugar sin lugar: un flujo, una interfaz que interrumpe el silencio ritual y reinstala al muerto en la conversación cotidiana.

Pero lo que antes era símbolo y mediación, ahora corre el riesgo de volverse sustituto. El duelo, que según Freud es un trabajo para aceptar la pérdida, se topa con un obstáculo: un muerto que responde. Un muerto que se actualiza. Un muerto que “me escribe por la mañana para desearme buen día”. Aquí la aceptación se aplaza, la herida se mantiene húmeda, como si la cicatriz estuviera prohibida.


Mercados de la eternidad

La muerte ha sido siempre terreno para la economía: desde el pago al barquero de Caronte hasta la venta de espacios en cementerios privados. Pero la IA ha abierto un nuevo mercado donde el capital simbólico del recuerdo se traduce directamente en capital económico. En China, un avatar básico puede costar lo que un almuerzo; uno avanzado, lo que una vivienda modesta. La nostalgia es ahora suscripción mensual.


Walter Benjamin ya advertía que la reproducción técnica alteraba el “aquí y ahora” de lo irrepetible. El deathbot lleva esa alteración al extremo: ya no replica, sino que improvisa. Y en esa improvisación, edita: el abuelo regresa sin sus defectos, el amigo sin sus contradicciones. Lo que se presenta como “inmortalidad” es, en realidad, una versión estética del difunto, optimizada para el consumo emocional.


El problema no es que podamos hacer hablar a los muertos, sino que tal vez dejemos de escuchar a los vivos. Si la muerte pierde su carácter irrevocable, si cada pérdida es reversible mediante un pago o un comando, el duelo se transforma en suscripción y la memoria en interfaz.


Quizá el verdadero riesgo no esté en que los muertos regresen, sino en que nosotros dejemos de irnos nunca. Y en esa permanencia artificial, nos convirtamos en fantasmas de nuestra propia vida.

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