Cerebros en miniatura: cuando el scroll corto devora la mente larga
- Jorge Alberto Hidalgo Toledo
- 11 ago
- 2 Min. de lectura

Por: Dr. Jorge Alberto Hidalgo Toledo, Human & Nonhuman Communication Lab, Facultad de Comunicación, Universidad Anáhuac México
No hace falta una copa de vino para embotar la mente: basta un dedo y una pantalla. Las plataformas de video ultracorto —TikTok, Reels, Shorts— han perfeccionado un diseño donde la distracción no es un efecto colateral, sino la arquitectura misma del producto. Y lo perturbador de los últimos hallazgos es que sus impactos neurológicos podrían ser, en ciertas métricas, más corrosivos para nuestra atención que el alcohol para la motricidad.
Aquí no se trata de moralismo digital. Se trata de entender que, a diferencia de una intoxicación etílica, cuyos efectos se disipan, la intoxicación de dopamina inducida por microcontenidos es acumulativa: reconfigura los circuitos de recompensa, ralentiza la capacidad de sostener una idea y transforma la espera en una experiencia insoportable. En palabras de Byung-Chul Han, “la atención profunda exige un tiempo que el capitalismo de la información no concede”.
La economía de la novedad y la amputación del presente
Lo que empieza como “cinco minutos” termina en un salto temporal de 45. Cada microvideo introduce un estímulo con la precisión de un bisturí y la fugacidad de un destello. Este patrón —ver, descartar, pasar al siguiente— programa al cerebro para un consumo constante de estímulos inconexos, debilitando las conexiones necesarias para la memoria de trabajo y el pensamiento analítico.
Si la lectura lineal ejercitaba la mente como una maratón, el scroll infinito la ha convertido en un sprint perpetuo. Y no hay cuerpo —ni mente— que resista la fatiga de correr sin meta. Nicholas Carr lo advirtió con crudeza: “lo que la Red da, también lo quita; nos ofrece información abundante pero a costa de la atención sostenida”.
De la embriaguez líquida a la sobredosis eléctrica
Comparar este fenómeno con el alcohol no es una exageración retórica, sino una evidencia empírica que revela una paradoja: mientras hemos legislado, educado y estigmatizado el abuso de sustancias como el alcohol, celebramos —e incluso monetizamos— el abuso de microestímulos digitales. El “cerebro social” es más vulnerable de lo que creemos: no se degrada sólo por lo que ve, sino por la velocidad a la que lo ve.
La pregunta, incómoda pero inevitable, no es si podremos prohibir o regular estos contenidos, sino si seremos capaces de recuperar la paciencia y la presencia que hemos dejado escapar, un “swipe” a la vez. Porque quizá el mayor daño no sea perder memoria… sino olvidar que alguna vez supimos habitar el tiempo sin prisa.




Comentarios